Ágora Social

Ser eficiente no significa escatimar

Por Agustín Pérez, director de Ágora Social.

Una cosa es querer sacar el máximo partido a los recursos que se tienen y otra muy distinta ser cicateros. En las ONG a menudo se confunden. Muchas veces por temor a levantar recelos entre los donantes.

A diferencia de las empresas, de las que nadie juzga cómo administran su dinero mientras satisfagan las necesidades de sus clientes, de las ONG se espera que hagan más con menos. Que resuelvan grandísimos problemas sociales o medioambientales con presupuestos reducidos.

¡Qué falta de realismo!

Alguien que ha trabajado en una empresa privada sabe que hay que gastar dinero para ganar aún más. Sabe que hay que pagar salarios competitivos para atraer personas preparadas y, si es posible, talentosas. Sabe que ha de tener una sólida estructura para cubrir todas las funciones necesarias, no solo la producción o la prestación del servicio. Sabe que ha de dotarse de reservas financieras para afrontar contingencias.

Se sorprenderá cuando llegue a una ONG y vea que tiene que recaudar fondos sin una dotación presupuestaria o que tenga una sobrecarga de trabajo permanente por falta de personal porque “hay que destinar el máximo de dinero a la misión”.

Que muchos donantes institucionales (administraciones, empresas, etc.) o individuales sean ignorantes no debería condicionar tanto la forma de gestionar una ONG. Al menos no deben creerse ese mito.

Acoplarse a sus expectativas es actuar como esos políticos que, para no perder electores, alinean sus propuestas con sus prejuicios o sus bajos instintos. Los buenos políticos deben hacer pedagogía incluso aunque se granjeen críticas.

Si bien una ONG es diferente de una empresa en ciertos aspectos, en mi opinión no lo es en lo referente a su financiación. Tanto cumplir una misión social como satisfacer una necesidad del mercado requiere una importante inversión en personal, en marketing, en sistemas, etc. Con el tiempo y una adecuada gestión, toda organización será cada vez más eficiente.

En cambio, la racanería estrangula el crecimiento.

La forma en que se presenta la distribución del gasto no ayuda a cambiar esta mentalidad de viejos hidalgos empobrecidos. La clásica separación del gasto en programas en contraposición al gasto en administración y recaudación de fondos perpetúa esta concepción de que hay que minimizar los “gastos generales de funcionamiento”.

Peor aún es cuando las ONG compiten por ver cuál tiene el porcentaje más grande de gastos en la misión. Me recuerda a ciertas machadas.

Y no digamos las que se jactan de que el dinero que aporten los donantes va íntegramente destinado a la misión. Idea torticera que oculta que el dinero de otros va íntegramente a los gastos generales.

La obsesión por maximizar el gasto en la misión induce a apostar por los fondos finalistas, más fáciles de obtener que los de libre disposición y, más aún, de los que además son recurrentes. Esto inclina sobre todo a buscar subvenciones y otras ayudas de corto plazo.

Un modelo de financiación de este tipo limita la capacidad de maniobra para usar el dinero como se juzgue más conveniente y propicia las trampas contables.

Favorece además la dependencia de unos pocos financiadores. Cuando estos cortan el grifo, llega el colapso.

Repensar el modelo de financiación, incluso si no lo entienden del todo los donantes, es una prueba de madurez organizacional. 

La eficiencia debe, a mi juicio, seguir siendo un valor que perseguir. Aunque si se lleva a un extremo compromete la eficacia.

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